Unknown
De todas las molestias que pensé me traería el tener celular, sin duda la más enervante es la que nunca preví: las llamadas perdidas.
Acá en Canadá, si quieres identificador de llamadas o casilla de voz, tienes que pagar extra. Y bastante. Así es que decidí probar con el plan simple. Sin embargo, el querido señor Murphy se ha encargado de que la gente decida llamarme cuando estoy en medio de una transacción bancaria, pagando el bus, en el baño o en una reunión y que en ninguna de esas ocasiones alcance o pueda responder. Y así me quedo con la duda. La maldita curiosidad que pica más que las pulgas. Y, para calmar mi ansiedad, me digo que si era importante, me llamarán al número de la oficina o a la casa, porque los pocos amigos que tienen mi número de celular obviamente que tienen los otros dos. Pero nada. Y pasa el rato y no vuelven a llamar. Días después me entero quién fue. Casi siempre la conversa va así:
- El otro día te llamé a tu celular, pero no atendiste.
- ¿Intentaste más tarde?
- No
- ¿Era de día?
- Sí
- ¿Por qué no me llamaste al trabajo entonces?
- …
Es raro. Desde que tengo celular a nadie se le ocurre llamarme a la casa, ni al trabajo. Directamente al celular. Luego me alegan que lo tengo casi siempre apagado, lo que es una injuria, ya que eso sucede sólo cuando (en orden de ocurrencia):
1. Estoy en el cine
2. Estoy durmiendo
3. Ya estoy en casa, son más de las 10:00 pm y, por ende, no le veo asunto al hecho de tener el celular encendido.
Y ya que me desahogué, mejor vuelvo a trabajar. Total, ya se ve que tal vez el próximo año me iré a enterar de quién (es) eran las cuatro llamadas perdidas que encontré cuando regresé (tras unos 6 minutos de ausencia) de la máquina expendedora de dulces donde compré mi chocolate sagrado de cada día. Lo malo es que, de la pura ansiedad, ahora necesito comerme otro.
Esta vez, me llevo el celular en el bolsillo.
Acá en Canadá, si quieres identificador de llamadas o casilla de voz, tienes que pagar extra. Y bastante. Así es que decidí probar con el plan simple. Sin embargo, el querido señor Murphy se ha encargado de que la gente decida llamarme cuando estoy en medio de una transacción bancaria, pagando el bus, en el baño o en una reunión y que en ninguna de esas ocasiones alcance o pueda responder. Y así me quedo con la duda. La maldita curiosidad que pica más que las pulgas. Y, para calmar mi ansiedad, me digo que si era importante, me llamarán al número de la oficina o a la casa, porque los pocos amigos que tienen mi número de celular obviamente que tienen los otros dos. Pero nada. Y pasa el rato y no vuelven a llamar. Días después me entero quién fue. Casi siempre la conversa va así:
- El otro día te llamé a tu celular, pero no atendiste.
- ¿Intentaste más tarde?
- No
- ¿Era de día?
- Sí
- ¿Por qué no me llamaste al trabajo entonces?
- …
Es raro. Desde que tengo celular a nadie se le ocurre llamarme a la casa, ni al trabajo. Directamente al celular. Luego me alegan que lo tengo casi siempre apagado, lo que es una injuria, ya que eso sucede sólo cuando (en orden de ocurrencia):
1. Estoy en el cine
2. Estoy durmiendo
3. Ya estoy en casa, son más de las 10:00 pm y, por ende, no le veo asunto al hecho de tener el celular encendido.
Y ya que me desahogué, mejor vuelvo a trabajar. Total, ya se ve que tal vez el próximo año me iré a enterar de quién (es) eran las cuatro llamadas perdidas que encontré cuando regresé (tras unos 6 minutos de ausencia) de la máquina expendedora de dulces donde compré mi chocolate sagrado de cada día. Lo malo es que, de la pura ansiedad, ahora necesito comerme otro.
Esta vez, me llevo el celular en el bolsillo.