Welcome to Chile
Mi primer día en Santiago. No puedo creer que ya estoy aquí. Miro a mi papi, a mi mami y a mi hermana. Todos hablan al mismo tiempo, opinan, preguntan, se ríen. Yo los abrazo, los beso y los vuelvo a abrazar. No desaparecen. No, esta vez no es un sueño. Estoy aquí y el insoportable calor de un verano, como los que ya no me acordaba, me lo confirma.
Salgo a caminar por el barrio, mi barrio, ése que me vio nacer y crecer. El aire se siente puro y no hay tanto ruido como esperaba encontrar. Escucho cantar a los pájaros y las personas me miran raro. Quizás es porque voy sonriendo. No puedo evitarlo. También debe ser porque soy la única que no lleva chaleca a esta hora de la mañana, cuando se supone que hace un poco de “frío.”
Me siento como pisando nubes, caminando dormida, soñando cada instante de este mini-tour. Buen estado anímico como para empezar a armar mentalmente mi primer post desde Chile. “Lo pensaré en el camino,” me digo. “Por mientras, a reandar lo andado: esa es mi única misión de hoy.”
Y comienzo poco a poco, cruzando el puente, deambulando por el Parque Forestal, redescubriendo mis calles, mi gente. Alguien me saluda, no lo conozco, pero contesto en forma refleja. No alcanzo a avanzar una cuadra más cuando escucho un “Flaquita riiiica.” Al rato le siguen un “hola”, “buenos días” “muy bonita,” “crespita hermosa,” y un “tai flaca, pero guena.” Entonces recuerdo una de las cosas que NO echaba de menos de Chile: los supuestos “piropos” que todos los machos locales se sienten con derecho a decirte y gritarte, sólo por el hecho de llevar faldas.
No me malentiendan. No es que mi autoestima sea baja y me crea horrible e indigna de halagos. Sé que nadie soñaría pesadillas en la noche si se encuentra conmigo. También sé que poseo uno que otro rasgo exótico que llaman la atención. Pero, reconozcámoslos, no soy una belleza. Entonces ¿cómo se explica el diluvión de silbidos y piropos? Fácil. Es parte de la cultura popular. Por alguna razón que desconozco, la mayoría de los hombres chilenos se siente con derecho de decirte lo que sea, en el tono que sea, por lo que sea. “Es que te pusiste vestido,” acotaría mi hermana más tarde, como diciendo “tú tienes la culpa”¿O sea que si quieres caminar tranquila hay que remorirse de calor? Mmmm.
La proximidad de la escuelita donde aprendí a leer me saca de estos pensamientos y me devuelve la sonrisa. Ahí sigue la vieja casona colonial, alguna vez casa de Bernardo O’Higgins y hoy parte del patrimonio histórico nacional. Enfilo mis pasos hacia la Plaza de Armas y un Arbol de Pascua gigante, “gentileza” de la Coca Cola, me da la bienvenida a una renovada y más fea plaza. Quizás sin el "metroárbol" se vea más pasable.
Ya llevo una hora caminando y todavía no sé que escribiré en mi blog. Quizás debería referirme al hecho de que escucho a la gente y les detecto un acento. Trato de imitarlo y no me sale. Están hablando distinto, como en los comerciales de TV y con palabras que no salen en el diccionario. O tal vez relatar lo que me pasó con el tipo del banco, que aprovechó de que yo conversaba con una señora en la cola para quitarme el lugar.
- “Es que cómo estaba conversando” me contestó a modo de excusa ante mi llamado de atención.
- “Que converse o no es problema mío, pero yo estaba delante de usted,” le digo. Pero no se mueve. Se queda delante de mí. Yo avanzo, lo miro con cara de odio y, pisándole intencionalmente los pies, me pongo delante de él nuevamente. No me dice nada. Pero mi actuar saca aplausos. Es una señora bajita, que sin temor ni vergüenza le grita, “eso le pasa por patúo, viejo fresco.” A mí me da risa, pero se me quita cuando veo que más adelante hay otras dos personas peleando por su puesto en la fila. Llega un guardia. Y luego el otro a apoyar al primero. La misma señora se queja: “¡Qué rotos somos los chilenos!” Yo me quedo calladita, hasta que un “¿No va a pasar a la caja?” me interrumpe.
- “Estoy esperando a que el cajero me llame cuando esté listo,” le digo.
- “No, poh, si así no funciona ná la cosa. Con razón que le habían quitado el puesto,” me dice el tipo.
Y paso. Y el cajero no me saluda, ni me da las gracias, ni menos me desea que tenga un buen día. Uno de los guardias, en cambio, se despide y me regala una pastilla de anís “para que endulce el día,” me dice. Yo le doy las gracias y enfilo vuelta a casa. Demasiado Chile por una mañana, creo que tendré que estudiar más antes de volver a salir.
Salgo a caminar por el barrio, mi barrio, ése que me vio nacer y crecer. El aire se siente puro y no hay tanto ruido como esperaba encontrar. Escucho cantar a los pájaros y las personas me miran raro. Quizás es porque voy sonriendo. No puedo evitarlo. También debe ser porque soy la única que no lleva chaleca a esta hora de la mañana, cuando se supone que hace un poco de “frío.”
Me siento como pisando nubes, caminando dormida, soñando cada instante de este mini-tour. Buen estado anímico como para empezar a armar mentalmente mi primer post desde Chile. “Lo pensaré en el camino,” me digo. “Por mientras, a reandar lo andado: esa es mi única misión de hoy.”
Y comienzo poco a poco, cruzando el puente, deambulando por el Parque Forestal, redescubriendo mis calles, mi gente. Alguien me saluda, no lo conozco, pero contesto en forma refleja. No alcanzo a avanzar una cuadra más cuando escucho un “Flaquita riiiica.” Al rato le siguen un “hola”, “buenos días” “muy bonita,” “crespita hermosa,” y un “tai flaca, pero guena.” Entonces recuerdo una de las cosas que NO echaba de menos de Chile: los supuestos “piropos” que todos los machos locales se sienten con derecho a decirte y gritarte, sólo por el hecho de llevar faldas.
No me malentiendan. No es que mi autoestima sea baja y me crea horrible e indigna de halagos. Sé que nadie soñaría pesadillas en la noche si se encuentra conmigo. También sé que poseo uno que otro rasgo exótico que llaman la atención. Pero, reconozcámoslos, no soy una belleza. Entonces ¿cómo se explica el diluvión de silbidos y piropos? Fácil. Es parte de la cultura popular. Por alguna razón que desconozco, la mayoría de los hombres chilenos se siente con derecho de decirte lo que sea, en el tono que sea, por lo que sea. “Es que te pusiste vestido,” acotaría mi hermana más tarde, como diciendo “tú tienes la culpa”¿O sea que si quieres caminar tranquila hay que remorirse de calor? Mmmm.
La proximidad de la escuelita donde aprendí a leer me saca de estos pensamientos y me devuelve la sonrisa. Ahí sigue la vieja casona colonial, alguna vez casa de Bernardo O’Higgins y hoy parte del patrimonio histórico nacional. Enfilo mis pasos hacia la Plaza de Armas y un Arbol de Pascua gigante, “gentileza” de la Coca Cola, me da la bienvenida a una renovada y más fea plaza. Quizás sin el "metroárbol" se vea más pasable.
Ya llevo una hora caminando y todavía no sé que escribiré en mi blog. Quizás debería referirme al hecho de que escucho a la gente y les detecto un acento. Trato de imitarlo y no me sale. Están hablando distinto, como en los comerciales de TV y con palabras que no salen en el diccionario. O tal vez relatar lo que me pasó con el tipo del banco, que aprovechó de que yo conversaba con una señora en la cola para quitarme el lugar.
- “Es que cómo estaba conversando” me contestó a modo de excusa ante mi llamado de atención.
- “Que converse o no es problema mío, pero yo estaba delante de usted,” le digo. Pero no se mueve. Se queda delante de mí. Yo avanzo, lo miro con cara de odio y, pisándole intencionalmente los pies, me pongo delante de él nuevamente. No me dice nada. Pero mi actuar saca aplausos. Es una señora bajita, que sin temor ni vergüenza le grita, “eso le pasa por patúo, viejo fresco.” A mí me da risa, pero se me quita cuando veo que más adelante hay otras dos personas peleando por su puesto en la fila. Llega un guardia. Y luego el otro a apoyar al primero. La misma señora se queja: “¡Qué rotos somos los chilenos!” Yo me quedo calladita, hasta que un “¿No va a pasar a la caja?” me interrumpe.
- “Estoy esperando a que el cajero me llame cuando esté listo,” le digo.
- “No, poh, si así no funciona ná la cosa. Con razón que le habían quitado el puesto,” me dice el tipo.
Y paso. Y el cajero no me saluda, ni me da las gracias, ni menos me desea que tenga un buen día. Uno de los guardias, en cambio, se despide y me regala una pastilla de anís “para que endulce el día,” me dice. Yo le doy las gracias y enfilo vuelta a casa. Demasiado Chile por una mañana, creo que tendré que estudiar más antes de volver a salir.