Si hay algo que me gusta muchísimo y cada vez más es que la gente piense que tengo menos edad de la que realmente tengo. Es, sin duda, lo mejor que le puede pasar a una mujer que -aunque no hace mucho, ejem- ya pasó los 30.
Claro que las desventajas de verse menor a veces superan a los beneficios, aunque parezca imposible. Déjenme dar algunos ejemplos aclaratorios:
Un caso común es cuando no te dejan entrar a una discoteca porque careces de un papelito que demuestre que hace rato cumpliste la edad necesaria para ingresar a este tipo de locales. No sólo debes regresarte a casa tras el bochornoso episodio, sino que -de seguro- le arruinas la velada a quien (es) te acompañaban y que, por solidaridad, regresa (n) contigo y decide (n) que una “excelente opción” para viernes en la noche es jugar cartas y comer Pop Corn .
O cuando tu entrevistado te trata como si fueras una estudiante en práctica y te ves obligada a lanzarle un par de preguntas bien difíciles, seguidas de comentarios que dejen ver tu experiencia (de manera sutil ¡claro!), sólo para demostrarle qué dominas el tema y que no es la primera vez que entrevistas a alguien.
Ni qué decir cuando se trata de hombres: los que me gustan me tratan como a una niña y los que más se me acercan son los que recién estaban aprendiendo a leer cuando yo me encontraba postulando a la Universidad!!! Algunos me hacen reír mucho, debo admitir, como el parcito de imberbes que se acercó a mis amigas y a mí el Domingo en la playa y a los cuáles intenté ahuyentar contestándoles a su pregunta de “¿Cuántos años tienes?” con un “Suficientes como para ser tu madre.” Ni tonto, ni perezoso, uno de ellos me miró y me dijo desafiante: “Cool, porque mi mamá me abraza y me da besos todo el tiempo.” Uff.
Pero una de las principales desventajas aparece cuando no te quieren vender alcohol. En Chile no pasaría, pero acá que son respetuosos de las leyes, suele ser un problema real. La primera vez que recuerdo que me sucediera eso, fue el mismo día en que cumplía 30 años. Esa noche tenía invitados a unos amigos a cenar y, antes de llegar a casa, pasé por la botillería a abastecerme para tan magna ocasión. Cual fue mi sorpresa y, por qué no admitirlo, mi enorme felicidad, cuando el cajero se negó a venderme dos botellas de vino porque no pude demostrarle que era mayor de 25. Estoy segura que ese tipo nunca había visto a alguien tan contento y agradecido porque no le vendieran lo que fue a comprar. De seguro pensó que estaba medio loca, pues me despedí amablemente y con una sonrisa de oreja a oreja.
Pero este sábado, la experiencia no fue tan agradable. Y no porque no me quisieran vender alcohol, sino por lo contrario. Nos encontrábamos mis amigos y yo a todo sol, disfrutando de los conciertos al aire libre del International Jazz Festival, cuando uno del grupo sugirió ir por una cerveza helada. "Más música para mis oídos," repliqué y enfilamos hacia el "Beer Garden." Para variar, me detuvo el guardia que controlaba la entrada y me exigió mostrarle una identificación que demostrara que tengo más de 19 años. Yo pensé que me estaba tomando el pelo. Puede ser que a veces parezca de 24 o 25, sobre todo si no me maquillo, pero de ahí a representar menos de 19... No, eso era mucho.
Apenas empezaba a tratar de convencerlo, con la risa de mis amigos retumbando en mis oídos, cuando el tipo me pide que me quite los lentes de sol. Aunque me pareció poco ortodoxo el método aquél, lo hice, pero no me sirvió de mucho. No hasta que a su segunda negativa respondí con una carcajada de incredulidad y de pronto el tipo me mira y me dice que sonría de nuevo. “¿Qué?” le pregunté sonriendo. Y ahí mismo, en frente de todos mis amigos y la gente que estaba haciendo fila me sale con una respuesta que aún me niego a aceptar: “Ok, pase nomás!”
¡Qué golpe al ego! ¡Qué triste manera de enterarme que se me hacen arruguitas tipo patas de gallo cuando me río! ¡Qué falta de respeto del grandulón! y ¿Qué voy a hacer ahora? Todo esto cruzó mi mente en cuestión de segundos y mientras buscaba las respuestas, mi mano cobró vida propia y aunque en realidad le habría gustado dirigirse hacia la mejilla del desatinado ofensor, decidió aterrizar en su abdomen, dándole lo que pareció un juguetón e inofensivo puñetazo en la barriga, cuando en realidad era el zarpazo de leona herida.
Y desde esa noche, nunca más me he vuelto acostar sin una gruesa capa de crema anti-arrugas y hasta puede que adopte el método de una amiga más loca que yo, quien se pone las manos en las sienes y estira la piel de la zona de los ojos cada vez que ríe, para evitar la aparición de nuevas pruebas irrefutables de que tiene más de 19 años.