Prueba Superada (con la ayuda de Nana)
Navidad 2006
Y conocí a los suegros. No sólo a los suegros, sino también a Ethel o Nana -la abuelita de 92 años-, a Fiona -la hermana que llegó de Escocia a pasar la Navidad en Canadá- y hasta a los vecinos que “casualmente” (previo llamado telefónico de la mamá de mi novio) decidieron pasar a saludar.
La verdad es que nunca había estado tan nerviosa de conocer a la familia de un novio. Quizá fue la perspectiva de tener que pasar todo el fin de semana en casa de unos “suegros” que apenas había visto por 20 minutos dos o tres semanas atrás. Trataba de recordar cómo siempre nos caemos mutuamente bien y no hay escenas, ni situaciones incómodas, ni ganas de acelerar el reloj para que todo pase rápido, muy rápido.
Pero no sé por qué ahora simplemente no podía calmarme.
Supongo que las advertencias que me hacía él cuando íbamos en el auto camino a casa de sus padres no ayudaban a disminuir la ansiedad. “Y si mi abuela de pronto se pone a llorar, no te preocupes, pasa todo los años…” “Mi papá no entiende por qué no quieres dormir en la misma cama conmigo, dice que quiere hablar contigo al respecto…” “Mi mamá me preguntó si te gustaría ir a misa con ella a medianoche…” “Antes del desayuno navideño brindamos con champagne y cada uno da un pequeño discurso…” Y yo me veía secando lágrimas, pretendiendo estar interesada en la misa o dando un discurso en español totalmente borracha a las 8 de la mañana.
“Esto no va a salir bien,” pensé.
Pero ahí estaba yo, en cancha ajena, demasiado tarde para arrepentirme y con un largo fin de semana por delante que incluiría dos cenas, un slide show y el tradicional intercambio de regalos matutino.
En las primeras horas no quería ni respirar para no llamar la atención. Respondí a las ciento cincuenta y tres mil preguntas que me hizo la mamá lo más dama y evasiva que pude, aún cuando varias de las preguntas eran repetidas (¿mala memoria o estrategia sicológica para ver si respondía lo mismo?); le acepté un whisky al papá que apenas probé por miedo a terminar bailando arriba de la mesa y le ayudé a Fiona a envolver algunos paquetes de regalo.
La tensión parecía en aumento hasta que de pronto apareció ella: la abuelita. Un verdadero ángel. Mi ángel. Un dulce. Fue amor a primera vista. Nos presentaron y no nos separamos más. Nos contábamos cosas al oído y nos matábamos de la risa mientras el resto nos miraba con cara de “¿qué le pasa al par de locas?” Me llamaba “Pretty Pie” y “Bonnie Lace” y yo le decía “Nana.” Me pidió que nunca la olvidara y que me acordara de ella el día que mi nieto trajera a su novia a casa. Terminamos llorando juntas. No tengo idea cómo le habré caído a la familia o si mi relación con el susodicho será larga y feliz (como predijo Nana) o terminará en unas semanas. Pero la sola experiencia de haberla conocido a ella hizo de esta Navidad una de esas inolvidables.