Quiero tener un millón de amigos
Multiculturalismo. Esa es la palabra que más a menudo escucho en Canadá. El respeto y aceptación por las minorías étnicas son evidentes. Y eso no sólo se refleja en que es posible encontrar programas de radio y televisión en mandarín, cantonés, español, japonés, italiano, punjabi, portugués e italiano. Sino también por la apertura y poca discriminación (aunque algo de eso hay) con que los canadienses tratan a la gran diversidad de extranjeros que estudiamos, trabajamos y vivimos acá.En Vancouver, sin embargo, la variedad racial no es mucha. De hecho, la población se divide en cuatro grandes grupos: asiáticos / orientales (principalmente chinos, japoneses y vietnamitas), indios, canadienses y el "resto", en ese orden.
En ese "resto" cabemos los latinos, en su mayoría mexicanos y colombianos, y uno que otro europeo, con los italianos a la cabeza. Por lo mismo, no me ha tocado tener compañeros de lugares muy diferentes. En periodismo, por ejemplo, aparte de dos estudiantes chinos y yo, el otro alumno extranjero es de Estados Unidos, lo cual es CASI como si fuera local. Y recalco el CASI porque no quiero ofender a ninguno de mis amigos canadienses.
Sin embargo, en algunas clases que he tomado fuera de periodismo, me ha tocado compartir con personas de más países. Y por cierto, eso se ha traducido en más anécdotas. Por ejemplo, recuerdo a Neena, una joven de Nepal con quien nos hicimos muy amigas. Ella estaba terminando su Master en Agronomía, cuando yo recién llegue a Vancouver y, por ende, la suponía mas adaptada a la cultura canadiense. Sin embargo, un día después de clases, me confidenció -entre lágrimas- que tendría que mentirle a su marido, quien la esperaba en Nepal.
Confieso que mi imaginación fabricó las historias más intrincadas en cuestión de segundos. Pero la realidad era mucho más simple y fome de lo que esperaba. Resulta que Neena estaba complicada porque no sabía cómo le iba a explicar a su marido que otros hombres la habían tocado. Y cuando digo tocado, no me refiero a nada que pase más allá de un apretón de manos o un ingenuo y poco apretado abrazo de cumpleaños. Me quedé sorprendida al constatar que, en pleno siglo 21, una mujer se sentía "pecadora" porque un hombre, distinto de su marido, la había abrazado fraternalmente u, ¡horror! la había invitado a tomar un té.
Aplicando mi mentalidad occidental/chilensis, le respondí a Neena que no se complicara, que simplemente no dijera nada... ¡Ahí sí que la embarré! Me miró con ojos desorbitados. Como si yo fuera de otro planeta. Y, acto seguido, me preguntó con tono indignado: "¿Estás insinuando que le MIENTA a mi esposo? "¡Quién me manda a abrir la boca!," pensé, al tiempo que trataba de explicarle que no estaba sugiriendo mentir, sino simplemente omitir. Que era algo tan sin importancia que no había necesidad de mencionarlo si eso iba a dañar la relación. Pero cada palabra que salía de mi boca parecía acentuar el surco en su frente. Finalmente me di por vencida. Realmente éramos de otro planeta.
Esa no es la única anécdota que he vivido. Por cierto hay muchas más. La otra que nunca voy a olvidar fue la que me pasó con mi compañero chino, "Fox." Un día que teníamos una presentación grupal, nos juntamos en un café para afinar detalles. Algunos compramos un café, otro té y un muffin y otros nada, entre ellos, Fox. Una vez que estábamos sentados, discutiendo el tema de la reunión, Fox se levantó, fue hasta el mesón donde ponen la leche, crema, azúcar, miel y endulzantes artificiales para agregar a los bebestibles, tomó un vaso, lo llenó de leche y volvió a sentarse con nosotros. Yo no dije nada, pero uno de mis compañeros canadienses, le preguntó si no le habían llamado la atención por lo que hizo. Fox nos miró con una cara que reflejaba perfectamente que no sabía qué era "lo que hizo". Entonces yo le expliqué que Mike se refería a llenar el vaso de leche, sin haber comprado nada. Fox me miró perplejo y exclamó: "¿Pero esas leches y cremas son para el público, no?" Y yo le explique que sí, pero para agregarle al té, café o chocolate que compras, no para tomarlas gratis. Más tarde, cuando estábamos solos esperando el bus, Fox me comentó "lo extraño que eran los canadienses". En China, me dijo, si un negocio, restaurante o cafetería pone cosas sobre la mesa, es porque están ahí para que todo el que quiera, las tome. En cambio aquí, agregó, tientan al cliente y luego le cobran. A mí me pareció gracioso y triste su comentario. Gracioso, porque pude constatar cómo, pese a la explicación que le di, en su mentalidad oriental eran los canadienses los que estaban mal y no él. Triste, porque me di cuenta, una vez más, lo sumidos que estamos en el capitalismo y en el egoísmo. A tal punto, que jamás se nos ocurriría que el dueño de un café ha puesto leche para el consumo de todas las personas que lo deseen.
Si se establecen relaciones útiles para el futuro o sólo ocasionales gracias al hecho de tener compañeros de todo el mundo, está por verse. Sé, por otras personas, que eso varía mucho según el país y la carrera. En algunos casos se logran vínculos importantes y en otros, te olvidan al cabo de unos años. En mi caso, no creo que termine de corresponsal para un medio canadiense ni mucho menos, pero estoy segura de que si quiero viajar a Inglaterra, China, Nepal o Japón, ya tengo dónde llegar.
En ese "resto" cabemos los latinos, en su mayoría mexicanos y colombianos, y uno que otro europeo, con los italianos a la cabeza. Por lo mismo, no me ha tocado tener compañeros de lugares muy diferentes. En periodismo, por ejemplo, aparte de dos estudiantes chinos y yo, el otro alumno extranjero es de Estados Unidos, lo cual es CASI como si fuera local. Y recalco el CASI porque no quiero ofender a ninguno de mis amigos canadienses.
Sin embargo, en algunas clases que he tomado fuera de periodismo, me ha tocado compartir con personas de más países. Y por cierto, eso se ha traducido en más anécdotas. Por ejemplo, recuerdo a Neena, una joven de Nepal con quien nos hicimos muy amigas. Ella estaba terminando su Master en Agronomía, cuando yo recién llegue a Vancouver y, por ende, la suponía mas adaptada a la cultura canadiense. Sin embargo, un día después de clases, me confidenció -entre lágrimas- que tendría que mentirle a su marido, quien la esperaba en Nepal.
Confieso que mi imaginación fabricó las historias más intrincadas en cuestión de segundos. Pero la realidad era mucho más simple y fome de lo que esperaba. Resulta que Neena estaba complicada porque no sabía cómo le iba a explicar a su marido que otros hombres la habían tocado. Y cuando digo tocado, no me refiero a nada que pase más allá de un apretón de manos o un ingenuo y poco apretado abrazo de cumpleaños. Me quedé sorprendida al constatar que, en pleno siglo 21, una mujer se sentía "pecadora" porque un hombre, distinto de su marido, la había abrazado fraternalmente u, ¡horror! la había invitado a tomar un té.
Aplicando mi mentalidad occidental/chilensis, le respondí a Neena que no se complicara, que simplemente no dijera nada... ¡Ahí sí que la embarré! Me miró con ojos desorbitados. Como si yo fuera de otro planeta. Y, acto seguido, me preguntó con tono indignado: "¿Estás insinuando que le MIENTA a mi esposo? "¡Quién me manda a abrir la boca!," pensé, al tiempo que trataba de explicarle que no estaba sugiriendo mentir, sino simplemente omitir. Que era algo tan sin importancia que no había necesidad de mencionarlo si eso iba a dañar la relación. Pero cada palabra que salía de mi boca parecía acentuar el surco en su frente. Finalmente me di por vencida. Realmente éramos de otro planeta.
Esa no es la única anécdota que he vivido. Por cierto hay muchas más. La otra que nunca voy a olvidar fue la que me pasó con mi compañero chino, "Fox." Un día que teníamos una presentación grupal, nos juntamos en un café para afinar detalles. Algunos compramos un café, otro té y un muffin y otros nada, entre ellos, Fox. Una vez que estábamos sentados, discutiendo el tema de la reunión, Fox se levantó, fue hasta el mesón donde ponen la leche, crema, azúcar, miel y endulzantes artificiales para agregar a los bebestibles, tomó un vaso, lo llenó de leche y volvió a sentarse con nosotros. Yo no dije nada, pero uno de mis compañeros canadienses, le preguntó si no le habían llamado la atención por lo que hizo. Fox nos miró con una cara que reflejaba perfectamente que no sabía qué era "lo que hizo". Entonces yo le expliqué que Mike se refería a llenar el vaso de leche, sin haber comprado nada. Fox me miró perplejo y exclamó: "¿Pero esas leches y cremas son para el público, no?" Y yo le explique que sí, pero para agregarle al té, café o chocolate que compras, no para tomarlas gratis. Más tarde, cuando estábamos solos esperando el bus, Fox me comentó "lo extraño que eran los canadienses". En China, me dijo, si un negocio, restaurante o cafetería pone cosas sobre la mesa, es porque están ahí para que todo el que quiera, las tome. En cambio aquí, agregó, tientan al cliente y luego le cobran. A mí me pareció gracioso y triste su comentario. Gracioso, porque pude constatar cómo, pese a la explicación que le di, en su mentalidad oriental eran los canadienses los que estaban mal y no él. Triste, porque me di cuenta, una vez más, lo sumidos que estamos en el capitalismo y en el egoísmo. A tal punto, que jamás se nos ocurriría que el dueño de un café ha puesto leche para el consumo de todas las personas que lo deseen.
Si se establecen relaciones útiles para el futuro o sólo ocasionales gracias al hecho de tener compañeros de todo el mundo, está por verse. Sé, por otras personas, que eso varía mucho según el país y la carrera. En algunos casos se logran vínculos importantes y en otros, te olvidan al cabo de unos años. En mi caso, no creo que termine de corresponsal para un medio canadiense ni mucho menos, pero estoy segura de que si quiero viajar a Inglaterra, China, Nepal o Japón, ya tengo dónde llegar.
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